miércoles, 20 de junio de 2018

Ombligo en tierra.


Escuché hace no mucho que nuestra tierra es donde crecemos, donde acudimos cuando sentimos peligro, ese metro cuadrado que tildamos como "seguro". Escuché que esa zona que llamamos "confort", nuestro sitio de descanso y de desconexión es el rincón del planeta donde podemos permanecer libres y en consonancia con lo que nos rodea. Creí entender que allí están, sin banderas ni leyes impuestas, aquellos a los que queremos, nuestra familia, esas personas que caminan lo más lejos a nuestro lado.


Imaginemos por un triste segundo que todo aquello a lo que llamamos "tierra" un día se ve desteñida, apaleada, olvidada, difuminada, perseguida o destruida y esa "chufa", esa zona de bienestar, no existe, tenemos que huir, escapar por una cuestión todavía más triste: la vida y la libertad corren peligro. Este es el drama de las personas refugiadas, más de la mitad de quienes sufren esta negra realidad son niños y niñas, una pesima realidad donde las mujeres son doblemente vulnerables. Personas que viven la pobreza en sus propias carnes. No es aleatorio que el hambre se vea en aumento en las últimas décadas: vivimos y sobreviven a uno de los episodios más funestos e incomprensibles en mucho tiempo.



Hablar de las personas refugiadas es hablar de violencia, de una violencia que se ejerce para lograr un fin, para imponer un criterio sin mirar lo humano, en definitiva: para machacar al débil. La violencia colectiva, la que engloba lo social, lo político y lo económico, acecha al mundo y en el panorama más habitual: el mundo se silencia, se queda atónito, con un sentimiento de lástima pero con un cuestionable y preocupante inmovilismo. En el mejor de los casos se usan las palabras y los golpecitos mudos en la espalda. Pero si volvemos a la escena melancólica, los hechos por parte de quienes tienen la posibilidad de crear acciones reales, de modificar lo social, lo político y lo económico, de erradicar la violencia, no suelen ser transcendentes.

Podríamos quedarnos analizando el sentimiento, el pensamiento colectivo, crear teorías nuevas sobre los movimientos migratorios... pero quizá precisamos un empujón más, otro "No a la OTAN" del 1988, un nuevo "No a la guerra" como en aquel Irak del 2003 o aquel "Nunca mais" gallego de unos meses previos. Es preciso el desborde ciudadano, la reivindicación y la exigencia del cumplimiento solidario. Es necesaria que esa sensación de urgencia, ese pasar de mirar a actuar. Es fundamental que esas ganas de "hacer" queden impregnadas en cada una de las personas que hemos tenido la suerte de poder vivir en un tiempo y en un espacio en el que solo hemos tenido que huir y escondernos para jugar al escondite. Solo así se logrará que esas millones de voces silenciadas puedan mover la palanca de la solidaridad real.

Hoy, Día Mundial de las personas refugiadas, volveremos a pasar de mirar nuestro propio ombligo a mirar a los ojos al mundo. ¿Mañana? ¡Quién sabe si habrá mañana!

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